domingo, 7 de marzo de 2010

Edgar Allan Poe



LA BARRICA DE AMONTILLADO

Había yo soportado lo mejor que podía los mil agravios de Fortunato, pero, cuando se atrevió a insultarme, juré que me vengaría. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi alma, no pensaréis que salió de mi boca ninguna amenaza. Al final, me vería vengado; este punto quedó para mí resuelto definitivamente, pero el mismo carácter definitivo con que lo resolví excluía toda la idea de riesgo. No sólo debía castigar sino castigar con impunidad. Un agravio no resulta reparado cuando el castigo alcanza al reparador. Queda igualmente sin reparar cuando el vengador no se descubre como tal ante quien le ha ofendido.
Hay que entender que ni por mis hechos ni por mis palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena voluntad. Seguía, como era mi costumbre, sonriéndole en la cara, y él no se daba cuenta de que ahora sonreía yo pensando en la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía el tal Fortunato, aunque, por lo demás, era hombre de respetar y aun de temer. Se enorgullecía de ser un buen conocedor de vinos. Pocos italianos poseen el verdadero espíritu del virtuoso en este arte. La mayoría de ellos adaptan su entusiasmo de acuerdo con el momento y la oportunidad, para engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y en piedras preciosas, Fortunato, como sus compatriotas, era un charlatán, pero, en cuanto se refiere a vinos añejos, era sincero. En este sentido, no era yo notablemente distinto a él; también yo era experto en vendimias italianas y compraba con largueza cuando tenía una oportunidad.
Fue a la hora del crepúsculo, una tarde en que el carnaval alcanzaba su suprema locura, cuando encontré a mi amigo. Me saludó con un cariño extremado, porque había estado bebiendo en exceso. El hombre estaba vestido de bufón. Llevaba un ajustado traje a rayas multicolores y su cabeza quedaba coronada con un cónico gorro con cascabeles. Me sentí tan contento de verte, que me pareció que nunca terminaría de estrecharle la mano.
Le dije:
-Mi querido Fortunato, qué suerte haberte encontrado. Qué buen aspecto tienes hoy. Por cierto, he recibido un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
-¿Cómo? -,dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mediados de carnaval!
-Tengo mis dudas -contesté--, y he sido lo bastante tonto como para pagar el precio total del amontillado sin consultarte antes. No pude encontrarte, y tenía miedo de perder un buen negocio.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de resolverlas.
-¡Amontillado!
-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con capacidad crítica es él. Me dirá...
-Te digo que Lucresi no sabe distinguir entre un amontillado y un jerez.
-Y, sin embargo, algunos tontos aseguran que como catador es digno de rival tuyo.
-Anda, vamos ya.
-¿Adónde?
-A tu bodega.
-No, amigo mío; no quiero aprovecharme de tu bondad. Veo que tienes una cita. Y Lucresi...
-No tengo nada que hacer. Vamos.
-No, amigo mío. No me preocupa tanto que estés ocupado, sino que veo que padeces un fuerte catarro. Las criptas son intolerablemente húmedas. Están cubiertas de salitre.
-Vamos, de todos modos. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te habrán engañado. Y en cuanto a Lucresi, él no sabe distinguir un jerez de un amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo, y yo, luego de ponerme un antifaz de seda negra y de ceñirme un roquelaire, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontrarnos a los sirvientes en casa; habían marchado ellos también a divertirse haciendo honor al carnaval. Yo les había anunciado que no regresaría hasta el amanecer, y había dado órdenes expresas de que no se movieran de casa. Y estas órdenes bastaban, como yo bien sabía, para asegurar la desaparición inmediata de cada uno en el momento que les volvía la espalda.
Saqué dos antorchas de sus soportes, y entregando una a Fortunato, le conduje a través de varias habitaciones hasta la arcada que llevaba a las criptas. Iba yo delante, bajando una larga escalera de caracol, pidiéndole a mi compañero que tuviera cuidado al seguirme. Por fm llegamos al fondo y quedamos juntos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresor.
Mi amigo caminaba con pasos tambaleantes y al moverse tintineaban los cascabeles de su gorro.
-El tonel -dijo.
-Está más adelante -contesté-; pero mira las blancas telarañas que brillan en las paredes de esas cavernas.
Se volvió hacia mí y me miró a los ojos, con los suyos que eran dos globos brumosos destilando los humores de la embriaguez.
-¿Salitre? -preguntó después de un rato.
-Salitre -contesté-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
-¡Uf, uf, uf!... ¡Uf, uf, uf!... ¡Uf, uf, uf! ... ¡Uf, uf, uf...! ¡Uf, uf, uf!
A mi pobre amigo le fue imposible contestarme hasta pasados varios minutos.
-No es nada -dijo por fin.
-Ven -dije con decisión-, vamos a regresar; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como lo fui yo en un tiempo. Eres un hombre a quien echarán de menos. En mi caso, no importaría. Volvamos, o caerás enfermo y no quiero tener esa responsabilidad. Además, está Lucresi...
-Basta -dijo-, esta tos no es nada; no me matará. No moriré de una tos.
-Es verdad, es verdad -contesté-; no es que quiera, por cierto, alarmarte innecesariamente..., pero debes tomar todas las precauciones apropiadas. Un trago de este Médoc nos protegerá de la humedad.
Entonces rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga fila de la misma clase.
-Bebe -le dije, presentándole el vino.
Lo alzó a los labios con una mirada maliciosa. Se detuvo y asintió amistosamente con un movimiento de cabeza, mientras tintineaban sus cascabeles.
-Brindo -,dijo- por los enterrados que descansan a nuestro alrededor.
-Y yo, porque tengas larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas criptas son enormes -dijo.
-Los Montresor -contesté- fueron una distinguida y numerosa familia.
-He olvidado vuestras armas.
-Un gran pie humano de oro en campo de azur, el pie aplasta una serpiente rampante cuyos dientes se clavan en el talón.
-¿Y el lema?
-Nemo me impune lacessit.
-¡Muy bien!
El vino chispeaba en sus ojos y los cascabeles tintineaban. Mi propia imaginación empezó a despertarse con el Médoc. Pasamos de largo numerosos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales se mezclaban toneles y barriles, hasta entrar en los más apartados rincones de las catacumbas. Otra vez me detuve, y me atreví a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
-¡El salitre! -dije- , mira cómo crece. Cuelga como musgo sobre las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos. Ven, vamos a volver antes de que sea tarde. Esa tos...
-No es nada -dijo-, sigamos adelante. Pero antes bebamos otro trago del Médoc.
Rompí el cuello de una frasca de De Gráve y se la entregué. La vació de un trago. Sus ojos se iluminaron con una luz ardiente. Riéndose, tiró la botella a lo alto con un gesto que no entendí.
Le miré con sorpresa. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprendes?
-No, yo no -contesté.
-Entonces no eres de la hermandad.
-¿Qué?
-No eres masón.
-Sí, sí -dije-, sí, lo soy.
-¿Tú? ¿Tú, masón? ¡Imposible!
-Soy masón -contesté.
-Muéstrame una seña -dijo.
-Aquí la tienes -contesté, sacando de entre los pliegues de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Bromeas -exclamó, retrocediendo unos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado.
-Como quieras -dije-, guardando la herramienta bajo mi capa y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato. Se apoyó pesadamente en él. Seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por una serie de arcadas bajas, descendimos, seguimos adelante y descendimos otra vez hasta llegar a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que apenas permitía fulgurar las llamas de nuestras antorchas.
En el más lejano extremo de la cripta aparecía otra menos espaciosa. Restos humanos apilados contra sus paredes subían hasta la parte alta de la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esta cripta interior estaban así ornamentados. Del cuarto lado se habían caído los huesos y estaban esparcidos por el suelo, formando en una parte un montón bastante grande. Dentro de la pared descubierta por la caída de los huesos vimos una cripta o nicho aún más interior, de unos cuatro pies de largo, tres de ancho y seis o siete de alto. Parecía haber sido construido sin ningún propósito especial, pues sólo servía de separación entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y su pared posterior estaba constituida por uno de los muros de granito macizo que las circundaba.
En vano Fortunato, alzando su tenue antorcha, trataba de descubrir las profundidades del nicho. La débil luz no nos permitía ver el fondo.
-Sigue adelante -dije. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras daba unos pasos inciertos camino adelante, y yo le seguía de cerca. En un instante había llegado al fondo del nicho y, al encontrar que la roca detenía su marcha se quedó parado, estúpidamente confundido. Un instante después, lo dejé encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente, a unos dos pies una de la otra. De la primera de las argollas colgaba una corta cadena y de la siguiente un candado. Rodeándolo por la cintura con los eslabones, pude cerrar el candado en pocos segundos. Él quedó lo suficientemente asombrado como para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
-Pasa tu mano por la pared -dije-; no dejarás de sentir el salitre. De veras, hay mucha humedad. Una vez más, te ruego que volvamos. ¿No? Entonces, tendré que abandonarte. Pero primero debo ofrecerte todas las pequeñas atenciones que pueda.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que volvía de su asombro.
-Es verdad -contesté-, el amontillado.
Mientras decía estas palabras me puse a buscar entre el montón de huesos que he mencionado antes. Apartándolos a un lado, pronto descubrí una cantidad de piedras de construcción y mortero. Con estos materiales y con la ayuda de mi paleta de albañil empecé vigorosamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilada de bloques de mampostería, me di cuenta de que a Fortunato se le había pasado en gran medida la embriaguez. La primera señal que noté era un bajo y quejumbroso grito procedente del fondo del nicho. No era el quejido de un borracho. Luego hubo un largo y persistente silencio. Coloqué la segunda hilada, y la tercera y la cuarta; y entonces oí los furiosos golpes de la cadena. El ruido duró varios minutos, y durante ese tiempo, para escucharlo con más satisfacción, dejé de trabajar y me senté sobre el montón de huesos. Cuando por fin cesó el metálico ruido, tomé de nuevo la paleta y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilada. La pared llegaba entonces casi al nivel de mi pecho. Otra vez me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la mampostería, proyecté unos débiles rayos de luz sobre la figura que quedaba allí dentro.
Una serie de fuertes y agudos alaridos, salidos de pronto de la garganta de la figura encadenada, parecieron echarme violentamente hacia atrás. Durante un breve momento vacilé, temblé. Desenvainando mi espadín, empecé a tantear con él dentro del nicho. Pero sólo con reflexionar un instante me tranquilicé. Apoyé la mano sobre el macizo muro de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho; contesté con mis gritos a los gritos de aquel que clamaba. Los repetí como un eco, los aumenté, los superé en volumen y en fuerza. Así lo hice y el que gritaba calló.
Era ya medianoche, y mi tarea llegaba a término. Había completado la octava, la novena y la décima hilada. Terminé gran parte de la undécima y última; quedaba únicamente por colocar y fijar una sola piedra. Luché bajo su peso; la coloqué parcialmente en posición. Mas entonces surgió del nicho una risa apagada que hizo que se me erizase el cabello. La siguió una voz triste que con dificultad reconocí como la del noble Fortunato. La voz dijo:
-¡Ja, ja, ja.... ja, ja, ja!, una broma excelente, de veras, una excelente broma. Pasaremos unos buenos ratos riéndonos de esto en el palazzo..., ¡ja, ja!.... mientras tomamos el vino.... ¡ja, ja, ja!
-¡El amontillado! -dije.
-¡Ja, ja, ja.... ja, ja, ja!.... sí, el amontillado. Pero, ¿no se está haciendo tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo mi esposa y los demás? Vámonos ya.
-Sí -dije , vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-, ¡por el amor de Dios!
Pero escuché en vano esperando la respuesta a mis palabras. Me sentí impaciente. Llamé en voz alta:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta. Llamé otra vez:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta aún. Pasé la antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. En réplica sólo llegó un tintinear de cascabeles. Mi corazón se sintió enfermo; era a causa de la humedad de las catacumbas. Me apresuré, pues, a terminar mi tarea. Coloqué la última piedra en su sitio y la cubrí con mortero. Contra la nueva mampostería volví a levantar la antigua muralla de huesos. Durante medio siglo ningún mortal los ha perturbado. In pace requiescat.
(E. A. Poe. Narrraciones extraordinarias).




GUÍA DE LECTURA.

1. Resume el contenido del relato.

2. Circunstancias espaciotemporales. ¿En que lugares se localizan los acontecimientos? ¿A qué horas?

3. Algunos relatos se cierran con el cumplimiento de una premonición, ¿qué anuncia en la trama argumental la presencia del escudo de los Montresor: una serpiente que muerde el talón que la pisa y el lema: "nemo me impune laccesit" -nadie me hiere impunemente-?

4. ¿Qué sentido tiene que los acontecimientos sucedan durante un carnaval? ¿Por qué se habrá elegido el espacio de unas catacumbas?

5. Recoge las citas que manifiestan las emociones de Montresor (tanto en la narración como en el diálogo) ante los sucesos que protagoniza. ¿Cuáles ocultan sus sentimientos? Cita alguna ironía.



EL GATO NEGRO

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía el saliente de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!





CUESTIONES

1. Al principio del cuento el protagonista dice “Mañana voy a morir”. Una vez leído el relato, ¿puedes decir por qué y cómo va a morir? ¿Hay alguna premonición en el relato de ese final?

2. La “enfermedad” del protagonista recuerda ciertos datos biográficos del escritor. ¿Recuerdas cuáles son? ¿Cómo murió el escritor?

3. ¿Qué es según Poe la perversidad? ¿Qué datos nos da de ella?

4. Cuando Poe dice que su “terrible peso [el del gato] está eternamente apostado en el corazón, ¿qué crees que quiere decir?

5. ¿Qué circunstancias llevaron a que su crimen fuera descubierto?