viernes, 13 de noviembre de 2009

Simbad el Marino




EL QUINTO VIAJE
Ya olvidado de los peligros de mis primeros viajes, construí un velero a mis expensas, lo cargué con ricas mercaderías y, llevando conmigo a otros comerciantes, me hice una vez más a la vela. Después de habernos extraviado a causa de una tormenta, desembarcamos en una isla desierta en busca de agua fresca. Ahí encontramos un huevo de pájaro Roc, igual en tamaño al que yo había visto antes. Los mercaderes y marinos se reunieron a su alrededor. Aunque les recomendé no tocarlo ni hacer nada con él, lo partieron con sus hachas; extrajeron el polluelo de Roc y lo asaron. Apenas habían terminado, vimos venir volando hacia nosotros dos grandes pájaros. Nos apresuramos a subir a bordo y nos pusimos a navegar. No habíamos avanzado mucho cuando vimos las dos enormes aves que nos seguían y que pronto estuvieron volando sobre la embarcación. Una dejó caer una gigantesca piedra al mar, muy junto al barco. La otra soltó una piedra similar, que dio medio a medio de la cubierta. La embarcación se hundió.
Me así a una viga librada del naufragio y, conducido por la corriente y la marea, llegué a una isla de orilla muy escarpada. Lo qué tierra seca y me refresqué con fruta fina y agua pura. Caminé un poco hacia el interior de la isla y vi a un débil anciano sentado cerca de la ribera. Al preguntarle cómo había llegado hasta ahí, sólo respondió pidiéndome, por medio de señales, que lo trasladara al otro lado del arroyo para poder comer algo de fruta. Lo tomé sobre mis hombros y atravesé. Pero, en vez de bajarse, apretó con tanta firmeza sus piernas alrededor de mi garganta que llegué a temer que me estrangulara.
Dolorido y asustado, me desmayé de repente. Al volver en mí, el anciano aún estaba en su primera posición. Me obligó a levantarme rápidamente y a caminar bajo los árboles, mientras él cogía fruta a su gusto. Esto duró un largo tiempo.
Un día, conduciéndolo por los contornos, arranqué una enorme calabaza, la limpié y exprimí dentro de ella el jugo de algunas uvas. La llené y lo dejé fermentar por varios días, hasta que, a la larga, el jugo se transformó en un vino excelente. Bebí de él y por unos momentos olvidé mis sufrimientos y empecé a cantar animadamente. El anciano me hizo darle la calabaza y, al gustar el sabor del vino, tomó hasta emborracharse, cayó de mis hombros y murió al fondo de un precipicio.
Me apresuré a marchar hacia la playa y pronto me encontré con la tripulación de un barco. Me dijeron que había estado en poder del Viejo del Mar y que era el primer individuo que lograba escapar de sus manos. Navegué con ellos, y cuando desembarcamos, el capitán me presentó a ciertas personas cuyo trabajo era reunir cocos. Todos cogíamos piedras y las lanzábamos contra los monos situados en las copas de los cocoteros. Estos animales nos respondían arrojándonos infinidad de cocos.
Una vez obtenida una cantidad que podíamos llevar con nosotros, regresábamos a la ciudad. Pronto tuve una buena suma de dinero, derivada de la venta de los cocos que había juntado y, por último, navegué hacia mi tierra natal.

EL SEXTO VIAJE
Al cabo de un año, estuve preparado para el sexto viaje. Este resultó muy largo y lleno de peligros, pues el piloto perdió el rumbo y no supo hacia dónde conducir el barco. Por fin nos dijo que, seguramente, nos haríamos pedazos contra unas rocas cercanas, hacia las cuales íbamos con rapidez. En unos pocos instantes, el velero había naufragado. Salvamos nuestras vidas, algunos alimentos y nuestras mercaderías.
—Ahora —dijo el capitán—, cada hombre puede cavar su propia tumba.
La playa a la que habíamos sido lanzados estaba al pie de una montaña imposible de escalar. Así las cosas, muy en breve vi a mis compañeros morir uno tras otro. En la roca había una cueva de temible aspecto en la que penetraba un río. Yo ya había perdido toda esperanza así es que decidí intentar salvarme a través de ese río. Me puse a trabajar e hice una balsa. La cargué con fardos de ricas telas y grandes trozos de cristal de roca, de los cuales la montaña estaba formada en su mayor parte. Subí a bordo de la balsa y me arrastró la corriente.
Luego desapareció todo vestigio de luz, durante muchos días me deslicé en la oscuridad y, por último, me quedé totalmente dormido.
Cuando desperté, me encontré en un país encantador. Mi balsa estaba atada a la orilla y algunos negros me dijeron que me habían encontrado flotando en el río que regaba sus tierras. Me alimentaron y después me preguntaron cómo había llegado hasta ahí. Me condujeron, juntamente con mis mercaderías, a presencia de su Rey.
Una vez que estuvimos en la ciudad de Senderib, narré mi historia al Rey y éste dio órdenes de escribirla en letras de oro. Obsequié al soberano algunos de los trozos más bellos de cristal de roca y le rogué que me permitiera retornar a mi país, lo que consintió de inmediato. Más aún, me entregó una carta y algunos regalos dirigidos a mi propio príncipe, el califa Harún ar-Rashid. Estos eran un rubí convertido en una copa y cubierto de perlas; la piel de una serpiente que parecía de oro puro y podía curar todas las enfermedades; madera de áloe y alcanfor; y, además, una esclava de admirable belleza. Regresé a mi país, entregué los regalos al califa y éste me dio las gracias y una recompensa.

EL SEPTIMO y ULTIMO VIAJE
Un día, el califa Harún ar-Rashid envió por mí y me dijo que debía llevar un obsequio al rey de Senderib. A causa de mi edad y de los riesgos antes pasados, traté de rehuir el encargo del califa. Le resumí los graves peligros de mis otros viajes, pero no pude persuadirlo de que me dejara permanecer en mi hogar.
En suma, arribé a Senderib y solicité ver inmediatamente al Rey. Fui conducido al palacio con mucho respeto y puse en manos del monarca la carta y el obsequio del califa. Este consistía en ciertas obras de arte de gran belleza y extraordinariamente valiosas. El Rey, muy complacido por este regalo, expresó su agrado y también se refirió extensamente a lo mucho que estimaba mis servicios. Cuando me despedí, me dio algunos ricos regalos.
A poco de hacernos a la mar, el barco fue atacado por unos piratas, quienes se apoderaron del velero y se alejaron, llevándonos a nosotros como esclavos.
Fui vendido a un mercader que, descubriendo que manejaba con cierta habilidad el arco y la flecha, me hizo subir tras de sí en un elefante y me llevó a una Inmensa foresta del país. Mi amo deseaba que yo me subiera a un árbol muy alto y allí esperara el paso de alguna manada de elefantes. Entonces debía dispararles flechas a cuantos pudiera y, si uno de ellos caía, debería correr a la ciudad y avisar al comerciante. Después de estas instrucciones, me entregó una bolsa con alimentos y me dejó solo. En la mañana del segundo día, avisté un gran número de elefantes y herí a uno de ellos mientras los demás huían. Regresé corriendo a la ciudad y di cuenta a mi amo.
Quedó muy contento de mí y me alabó durante un buen rato. Regresamos al bosque y cavamos un hoyo en el cual el elefante debía permanecer hasta el momento de matarlo y, principalmente, de extraerle los colmillos.
Desempeñé ese mismo trabajo, con el arco y la flecha, por casi dos meses. En verdad, cada día que pasaba yo daba muerte a un elefante. Pero, una mañana, todos estos vinieron hacia el árbol sobre el que me encontraba y lo sacudieron horriblemente. Uno de ellos rodeó el tronco con su trompa y lo arrancó de raíz. Caí junto al árbol y el animal me puso encima de su lomo.
Luego, a la cabeza de la manada, me llevó a un sitio donde me depositó nuevamente en tierra y, en seguida, todos se marcharon.
Me di cuenta de que me encontraba en una amplia y enorme colina, enteramente cubierta de huesos y colmillos de elefantes. Era su cementerio. Una vez más regresé a la ciudad a dar la noticia a mi amo, que pensaba que yo había perecido, porque había visto el árbol derribado, mi arco y mis flechas. Le conté lo que en realidad había sucedido y lo conduje a la colina del cementerio.
Cargamos el elefante que nos transportaba con todos los colmillos que nos fue posible, y tuvimos tantos como un hombre puede recolectar en su vida entera. El comerciante dijo que no sólo él sino que toda la ciudad me debía mucho. Por esto, debería regresar a mi país con bastante riqueza para tener una vida feliz. Mi amo cargó un barco con ébano y los otros comerciantes me hicieron costosísimos regalos.
Llegué a Basora y desembarqué mi marfil, que valía todavía mucho más dinero de lo que yo había pensado. Inicié un viaje por tierra con varios mercaderes hasta Bagdad, donde fui a ver al califa y le informé de cómo había cumplido sus órdenes. Quedó tan sorprendido de mi historia de los elefantes, que mandó escribirla en letras de oro y ponerla en su palacio.
—Ahora que he terminado de contarte mis viajes —dijo Simbad—, yo te preguntaré, ¿no es justo que, a su término, yo pueda gozar de una vida quieta y pacífica?
Himbad besó la mano del antiguo viajero y dijo:
—Yo pienso, señor, que mereces todas las riquezas y comodidades de que gozas. ¡Ojalá puedan durarte por una larga vida!
Simbad le dio ricos presentes, le recomendó que abandonara su trabajo de mandadero y le ordenó que todos los días viniera a comer con él.