viernes, 18 de septiembre de 2009

Variación sobre un cuento árabe




EL GESTO DE LA MUERTE


"Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana: me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana, ¿por qué le hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan"


[Jean Cocteau]


DAYOUB, EL CRIADO DEL RICO MERCADER


“Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra.

Pero esa mañana no fue como todas las de­más, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto.

Aterrado, el criado volvió a la casa del mer­cader.

-Amo -le dijo- déjame el caballo más ve­loz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.

-Pero ¿por qué quieres huir? -le preguntó el mercader.

-Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.

El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo, y el criado partió con la esperanza de estar esa noche en Ispahán.

El caballo era fuerte y rápido, y, como espe­raba, el criado llego a Ispahán con las primeras es­trellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidien­do amparo.

-Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo -decía a los que le escuchaban.

Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas.

El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kal­bum Dahabin.

-La Muerte me ha hecho un gesto de ame­naza esta mañana, en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refu­gio.

-Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad -le dijo Kalbum Dahabin-, no se habrá queda­do allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.

-Entonces, ¡estoy perdido! -exclamó el criado.

-No desesperes todavía -contestó Kal­bum-. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Ésa es la ley.

-Pero ¿qué debo hacer? -preguntó el criado.

-Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza -le ordenó Kalbum cerrando tras de sí la puerta de la casa.

Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear.

«La aurora llegará de un momento a otro -pensó-. Tengo que darme prisa. De lo contra­rio, perderé al criado.»

Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar.

En el horizonte empezó a levantarse una dé­bil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo.

La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de des­concierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba.

Miró de soslayo hacia la ventana. Los prime­ros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda?

No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo.

Aquel día, el vecino que vivía frente a la tien­da de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.

-Esta mañana -decía- cuando me he le­vantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dabahim, el fabricante de espejos”


[Bernardo Atxaga. Obabakoak]